Desde las 8 de la mañana, el aparcamiento de un centro comercial cerca de la carretera que lleva desde Orijiv a Zaporiyia está lleno de periodistas, voluntarios de Médicos Sin Fronteras y representantes del gobierno local. Es el primer punto a donde llega la gente que escapa de las zonas controladas por los rusos. Uno de los primeros carteles dentro del centro reza: «Si Dios existe, lleva el uniforme del ejército ucraniano».
Es el día señalado. Los primeros evacuados de la planta de acero de Azovstal, los héroes que han resistido en el último lugar de Mariúpol sin ocupar por los rusos, van a llegar. Las mujeres de algunos de los combatientes se arremolinan en la zona con pancartas. Exigen sacar a sus maridos y proponen marchar hacia Mariúpol y ejercer como escudos humanos. Son jóvenes y todas tienen una dolorosa historia que necesitan compartir y una petición común: que la comunidad internacional ayude para sacar a los últimos de Azovstal. «Solo hemos podido hablar unas pocas veces por SMS…». «La situación es cada día peor y no sé si lo veré», se duelen.
Ha sido una larga espera. Pero el primer autobús con los primeros rescatados llega por fin. Los rostros de los recién llegados son de agotamiento tras la odisea que han tenido que pasar.
«No hemos visto el sol en dos meses», comenta Vladimir, un joven de 14 años que en las dos últimas semanas apenas ha comido otra cosa que avena con bardana. Su padre es soldado en Azovstal, y lo dejó junto a su madre en uno de los sitios que él creía más seguros de la ciudad.
Su madre, Oksana, una mujer de 40 años, confiesa que el primer mes lo pasaron llorando en el búnker de Azovstal. «Nunca esperamos que Rusia bombardeara la ciudad de una manera tan salvaje –dice–. No ha quedado ningún